NOCHE DE INSOMNIO
Para mí desgracia (o deleite, no lo sé), aún conservo aquel antiguo recuerdo de aquél afamado infortunio en el que aquél soñado individuo, bajo los dulces y paliantes efectos del vino y el licor, se precipitó abruptamente en aquél oscuro abismo por el que corren las más negras aguas de aquella que se dice la tierra que me vio nacer; allá donde soy profeta y nada valgo. En ese oscuro rincón del mundo está su cruz; bañada solamente, de vez en cuando, por los claros rayos de luz plata provenientes de la hermosa oscuridad. Solo unos pocos lo sabemos, pero nadie sabe que yo lo sé secretamente. Según la anécdota, el impacto fue tan fuerte que sus globos oculares dejaron sus órbitas y su acompañante pereció instantáneamente al estallarle los pulmones. Su amada, tras pasado tiempo de no recibir epístola de él, naturalmente le buscó, tan sólo para encontrar poco después la amarga nueva de su fallecimiento. La narración no es figurativa, yo, como testigo, la escuché parlar directamente de sus juveniles labios. Naturalmente, impulsado por el celo y la curiosidad, me aventuré a buscar el trágico lugar. Entonces, en una negra noche de un séptimo día, de esas en que la soledad me atormentaba más de lo habitual, me vi impulsado a una lúgubre caminata; mi destino: el lugar del siniestro. Tras dilatadas búsquedas encontré el epitafio ornamentado con frescas flores color blanco; para mí sorpresa, la memoria del fenecido había sido homenajeada recientemente. Traté de distinguir su nombre a través de la penumbra, y, tras largo tiempo, pude averiguarlo. Su identidad me la reservo por respeto al derecho del anonimato de su propia muerte. Tras extenso tiempo transcurrido, cavilo en la duda sobre la existencia de aquel monumento mortuorio; pero si al curioso lector algún día le impulsa una insana curiosidad por conocer el punto del trágico suceso, lea con atención que aquí se lo reveló con vaga precisión. Es bien sabido por los lugareños que el maldito sitio ha sido testigo de numerosos infortunios que incluyen gran cantidad de decesos. Es como si la misma muerte se sentara a reposar cotidianamente en ese lugar. En un sentido transversal a la calle del oscuro siniestro se encuentran los duros rieles del pesado bólido de carga, justo a la vista existe un gran puente de hormigón; antes de llegar al cruce con ambos, en el sentido más próximo hacia el punto por dónde sale el sol, a un costado de un profundo canalillo, ahí se deberían encontrar tristemente dispuestas un par de blancas crucecillas como vigilias del sueño eterno de los desafortunados fallecidos. La atmósfera del lugar corroe la piel; sepa el astuto lector que los lugares como ese son la fuente de las más terribles pesadillas y las más febriles noches de insomnio, justo como ésta, en la cual, desgraciadamente, me aventuré a escribir este oscuro relato.