MAGDA

Al frente de mi casa en la pintoresca ciudad de Puebla vivía una mujer que continuamente llamaba mi atención; ella era evidentemente una drogadicta pues su rostro mostraba la típica delgadez calavérica de aquellos usuarios de potentes narcóticos. Caminaba encorvada, apoyando sus lentos pasos en una vara seca de madera arrancada de algún desafortunado árbol. Su casa, a unos escasos cincuenta metros de la mía, era vigilada por un montón de perros callejeros que ladraban al unísono cada que yo transitaba por el lugar en mi ruidosa motocicleta. A veces me la topaba saliendo de su zaguán, me miraba y sonreía; por alguna extraña razón yo le atraía. Por mi parte, yo veía en sus ojos una bondad inmensa que en ninguna otra mirada jamás volví a descubrir. No era carente de hermosura a pesar de su apremiante condición; después de todo, aquél velo de desgaste ocasionado por el uso continuo de narcóticos, le había hecho palidecer física y mentalmente y sin embargo su presencia aún denotaba destellos sublimes de belleza que inherentemente le caracterizaban y que continuamente robaban mi atención. Si pudiera caminar totalmente erguida, ella debería de medir algo así como un metro sesenta y cinco. Su cabello, largo, alborotado, abundante y de marcados rizos denotaban un rojo cobrizo que a la luz intensa imitaba alguna suerte de chispas de fuego resaltando en la oscuridad. Su piel, lacerada, mostraba una tez blanca que se mantenía fresca a pesar de estar continuamente ante los embates del sol. Sus ojos, de un verde olivo, eran sostenidos por tenues ojeras que delataban la continuidad de la falta de descanso. Muy delgada, pero de cintura estrecha y con caderas anchas y muslos bien proporcionados, senos grandes y respingados; todo ello denotaba una silueta femenina que inevitablemente hacía una cortés invitación para mirarle.

Era un domingo, de esos extraños, de aquellos que son en sobremanera tristes y melancólicos, mucho más de aquello que se puede llamar comúnmente como habitual. Por alguna rareza del destino mi motocicleta había fallado ese día y yo tenía que salir a resolver algunos asuntos importantes hacia el centro de la ciudad; entonces, no hubo otra opción más que viajar en el transporte colectivo. De regreso, ya de noche, el autobús repleto y maloliente hizo una parada, entonces, subió ella. Para mi sorpresa se detuvo al frente de los asientos tan sólo después de subir, entonces abrió sus labios y dijo a todos:

—Estimados pasajeros, esperando que tengan una bonita noche, les vengo a cantar una canción.

Entonces, sacó de su bolso de tela remendada un pandero desgastado y comenzó a agitarlo al ritmo de una canción que jamás había escuchado en mi vida; quizá era producto de su autoría. 

—Que bien, tiene imaginación —Pensé dentro de mí—

No afinaba y con cada cíclico golpeteo del pandero hacía un chistoso movimiento de vaivén de un lado a otro pretendiendo hacer algún tipo de baile que acompañase a la melódica exhibición, era graciosa y daba ternura. Ella miraba a cada pasajero en cada asiento y por su parte, cada uno de esos individuos no le prestaban siquiera la más mínima atención. Yo, sentado hasta la parte de atrás, era su único espectador; su cabello despeinado brillaba intensamente por las luces rojas de neón que adornaban el interior de aquél singular camión. Entonces, siguiendo la fila de asientos con la mirada, llegó inevitablemente hasta mi lugar; su canción automáticamente se detuvo y su rostro denotó tildes inmediatas de sonrojo y un evidente rubor. Su silencio abrupto e inmediato hizo que realmente el resto de pasajeros le miraran extrañamente. No continuó con la sonora función, guardó de nuevo su pandero en su roído bolso y en cambio dijo:

—Damas y caballeros, sin el afán de molestarlos y deseándoles buen viaje les agradezco cualquier tipo de cooperación.

Entonces se deslizo rengueando por el pasillo medio del interior del autobús extendiendo su mano de izquierda a derecha hacia cada pareja de asientos situados en ambas filas, recibió unas tres monedas hasta alcanzar el fondo y justo antes de llegar a mi lugar devolvió su mano extendida para sostenerse de la barra horizontal superior, entonces, se giró y me dio la espalda. Yo estaba sentado hacia el pasillo central y a mi costado, junto a la ventana, estaba el único asiento disponible de todo el camión. Entonces, jalé su bolso y al voltear su mirada hacia mi le dije:

—¿Te quieres sentar?

—Está bien. —Me contestó aún con cierto rubor en sus mejillas—

Entonces me moví hacia el asiento junto a la ventana y ella se sentó junto a mí. El silencio sepulcral del autobús era solo entorpecido por los naturales sonidos del transitar externo de los automóviles que circulaban por la calle. Así, de manera espontánea, me dirigí hacia ella y le dije:

—Soy Julio, y tu ¿Cómo te llamas? —

—Magdalena, pero me dicen Magda. —Me contestó sin voltear a verme—

—Vives casi enfrente de mi casa, ¿si me topas? —Le dije

—¡Ah sí! eres el que siempre pasa en esa motocicleta ruidosa ¿Verdad? siempre alborotas a mis perros cada que pasas. Y ahora, ¿Por qué vienes en el autobús? —Me preguntó—

—Se averió mi cacharro y no me quedó de otra más que moverme en transporte público —Le contesté—

—Ya veo. Vaya teatrito el que me has visto hacer esta noche ¿Eh? —Me dijo avergonzada—

—No te preocupes, yo no me fijo en eso —Le contesté—

Hubo un silencio y para mi sorpresa me dijo:

—Bueno, mi vida no siempre fue así ¿Sabes?; hace tres años trabajaba como maestra y también en un laboratorio de análisis clínicos; soy químico farmacobiólogo. Luego, tuve un accidente; viajaba en automóvil con mi esposo, éramos recién casados y yo estaba embarazada. Entonces, un sujeto que manejaba a exceso de velocidad se pasó la luz roja y nos impactó; el tipo, moribundo, se dió a la fuga como pudo, jamás se le encontró. Mi esposo perdió la vida instantáneamente y yo duré en coma dos meses, naturalmente perdí a mi bebé. Después de eso, entré en una fuerte depresión y en esta caótica espiral de la que no he podido salir como puedes ver —Me dijo—

Quedé sin palabras, no sabía que decir; tontamente sólo dije

—Lo siento mucho, que trágica historia, Magda. ¿Que edad tienes? —Le pregunté—

—Veintisiete, ¿Y tú? —Me preguntó—

—Treinta y uno —Le dije—

Sólo asintió. La observaba de re ojo. Su mirada denotaba una luz de profunda angustia, pero también le evidenciaba de alguna forma como una buena mujer, no hay explicación para ello; así como el cielo cargado de densos nubarrones evidentemente presagia una lluvia torrencial, sus mágicos ojos verdes mostraban una bondadosa naturaleza humana que jamás volví a encontrar en alguien más. Continué conversando con ella cosas que no recuerdo y ella se abrió realmente conmigo, como si me conociera de toda la vida, era encantadora e inteligente. Finalmente el autobús llegó a la parada justo enfrente de su casa y le ayudé a bajar tomándola de la mano, cruzamos la calle y enfrente de su zaguán le dije:

—Magda, un gusto conocerte. ¿Te gustaría ir conmigo al cine el próximo domingo? —Le pregunté—

—No te molestaría ir conmigo aún como me encuentro en estas condiciones?. —Me dijo—

—No, Magda. A veces solo hace falta un poco de distracción para salir de la monotonía que nos consume. —Le contesté—

—Está bien me contestó, nos vemos en una semana. No tengo teléfono, entonces, ¿Que tal si nos vemos a las cuatro aquí en la entrada de mi casa?. —Me preguntó—

—Sí, está bien. —Le contesté—

—Voy a hacer un esfuerzo por salir de estas cosas que me están afectando, trataré de verme bien para la próxima semana que nos veamos. Te dejo que me siento un poco mal y quiero descansar —Me dijo con un radiante entusiasmo—

—Claro. —Le contesté—

Me despedí de ella con un beso en la mejilla y me dirigí a mi casa. Los días de la semana siguiente transcurrieron con aparente velocidad y yo quedé totalmente inmerso todo ese tiempo en mis actividades laborales; me iba temprano y regresaba tarde. De regreso, por las noches, miraba hacia la casa de Magda y sus luces siempre estaban apagadas. 

—Quizá se duerme temprano —Pensé—

Finalmente, se llegó el día y yo sentía una extraña emoción. Miré el reloj y eran las tres de la tarde con cincuenta y ocho minutos, salí de mi casa, crucé la calle y avance unos metros hacia el zaguán de Magda, tomé una piedra de la calle y toqué, sus perros no estaban y la casa se miraba en una extraña calma. Nadie salió. Toqué más fuerte, no hubo respuesta. Esperé en la banqueta de enfrente con la esperanza de que hubiera salido a algún lado y tuviera un simple retraso. Diez minutos, veinte, cuarenta, una hora y nadie apareció. Me desesperé y regresé a mi casa. Al día siguiente, por la mañana, antes de ir a trabajar llegué a la tienda de abarrotes de a un costado de mi casa, en realidad iba a preguntar al tendero —Don Alejandro— si sabía algo de Magda. Al estar todo el tiempo del día atendiendo a los clientes de la cuadra, el debería de saber algo de ella.

—Don Alejandro, buenos días. Me vende, por favor, un cigarro suelto —Le dije—

—Como no, joven Julio. ¿Aún no lo deja? estas cosas lo matan lentamente —Me dijo—

—No he podido y no he querido, Don Alejandro —Le contesté mientras encendía el cigarro—

—Bueno, no hay problema, mientras me los compre a mí —Me dijo soltando la carcajada—

Reí por compromiso, luego entonces le pregunté:

—Disculpe, ¿ha sabido algo de la chica que vive casi enfrente de mi casa? Magda, se llama—Le pregunté

—¿¡Cómo!? Joven Julio, ¿No supo la noticia? ¿Pues que vive debajo de una piedra? —Me preguntó alarmado—

—¡No! ¿Qué pasó? —Le pregunté asustado—

—La encontraron muerta en su casa hace cuatro días, llegó la ambulancia, dijeron que llevaba tres días que ya había perdido la vida. —Me dijo con tono severo—

Quedé pasmado, no le dije nada más, salí de la tienda, me subí a mi motocicleta y en estado estupefacto arranqué de ahí. Me fui por otro lado, no me atreví a pasar por la casa de Magda. Lloré en el camino. Dialogué conmigo mismo en el trayecto.

—Yo fui la última persona que viste. Te alcanzaré algún día, Magda.