CRÓNICAS DE VIAJE EN TRÁILER POR CARRETERA

Segundo viaje

IV

Me encontraba en el asiento del copiloto en un fuerte estado somnoliento; presentaba una suerte de febril dolor detrás de mis órbitas oculares tal que el puntual hecho de volver la mirada hacia algún lugar me causaba una áspera molestia; entonces, dejaba mis ojos en un punto fijo hacia el frente de la carretera. Líneas blancas intermitentes circulaban fugazmente por la porción inmediata de rugoso pavimento que aparecía frente a la difusa imagen mostrada por el frío parabrisas. Nadie decía una palabra, luego, el sepulcral silencio era continuamente adornado por el hueco rugido de la bestia de hierro que transportaba nuestras lánguidas existencias. Debían ser alrededor de las 5:30 de la mañana y el horizonte comenzaba a mostrar los pálidos síntomas del desértico amanecer. El triste tono del alba promovía melancólicas sensaciones de vacío que sucumbían ante el falso optimismo promovido por las tenues líneas cálidas del más lejano horizonte. Poco a poco las incipientes nubes se transformaban en extraños cuerpos que asemejaban la forma de carbones encendidos al rojo vivo. Yerbajales secos y amarillos cobraban color, salpicando de vez en vez las sedientas tierras que nos circundaban. Los viejos cerros a los costados; masas eternas de polvo seco y piedra que habían presenciado por incontables eones la desértica soledad. Típicas luces del alba que adornan el principio del día en el inhóspito desierto del norte.  Lentamente el punzante frío que entumía mi cuerpo comenzaba a ceder en la extraña forma de un hostigoso calor. Yo iba sudoroso y con una sensación de suciedad y amargura seca en la boca; llevaba alrededor de veinticuatro horas sin dormir, así es que la pesadez del viaje se hacía fuertemente notoria. Debíamos encontrarnos en alguna parte del extremo sur del estado de Chihuahua. Luis, por su parte, manejaba el estruendoso camión a una velocidad excesiva, producto del retraso debido a las peculiares paradas que habíamos realizado kilómetros atrás. Sus ojos, vidriosos, denotaban un cansancio agónico, de ese que entumece el cuello y hace pesados los párpados, cómo si alguna suerte de extraña fuerza los jalase hacia abajo.

—¿Sabes que Mickey? Necesito fumar, me estoy quedando dormido, no nos vaya a llevar la calaca —le dijo Luis a Mickey, que estaba recostado en el colchón del camarote—.

—Sí, Luis, hay que parar, pero también para comer algo, no hemos dormido en tres días —le contestó Mickey a Luis—.

—¡No me puedo parar, cabrón, voy retrasado! —le contestó bruscamente Luis a Mickey—

—¿Sabes manejar tráiler, Julius? —Me preguntó Luis—.

—No Luis —Le contesté—.

—Pues aquí vas aprender, cabrón —Me dijo en tono severo—.

Le miré desconcertado. De inmediato recibía mi dosis: la adrenalina que causaba el simple hecho de disfrazarme momentáneamente de piloto de veinte toneladas de hierro y dos vidas humanas me dilataba la pupila, me erizaba la piel, me hacía salivar abundantemente. Así pues, Luis me dio más o menos la siguiente explicación:

—Fíjate bien güey, no te lo voy repetir dos veces. Esta transmisión es una Spicer de 16 velocidades, el patrón de cambios viene dibujado en la parte de arriba de la palanca, apréndetelo. Las primeras tres velocidades tienen, a su vez, otras cuatro sub-velocidades que vas a controlar con la uña que está a un costado de la palanca. Estas sub-velocidades las vas a ir metiendo cuando mueves la uña hacia la derecha. Luego, a partir de la cuarta velocidad, la uña solo va a tener tercera y cuarta. Cada que hagas cambio, que no se te olvide meter bien el clutch. El mismo motor te va a ir pidiendo los cambios. ¿Entendiste? —Me preguntó Luis—.

—Sí, es como un carro cualquiera, sólo es diferente la forma de hacer los cambios —le contesté—.

—Bien —Me dijo Luis—.

Entonces, Luis orilló el tráiler hacia el lateral en el entronque más próximo, puso stop, encendió intermitentes y cambiamos de asientos. Por otra parte, Mickey seguía inamovible recostado serenamente en el colchón del camarote; no parecía importarle en lo más mínimo que un desconocido tuviera la facultad inmediata de aniquilar su existencia; cualquier error y la muerte podría aparecer con una aguzada hoz de veinte mil kilogramos para rebanarnos el cuello en tan solo un instante.

—Sale pues mi Julius. Golpea el botón de aire presurizado y aplica lo que te enseñé —Me dijo Luis—.

Lo hice. Miré el retrovisor para cerciorarme que tuviera mi carril libre, pise el clutch, metí primera, el camión comenzó a moverse, titubé un poco, el motor me pidió cambio, metí el segundo, me incorporé a carretera, metí tercera, miré a Luis y él me observaba sonriendo orgulloso, metí cuarta, me embriagué de adrenalina, metí quinta, observé a Mickey por el espejo superior, seguía indiferente; así, fui metiendo cambios hasta alcanzar la decimosexta marcha y llegar a un trasiego de noventa kilómetros por hora que no se sentían; para un móvil de esas magnitudes el movimiento parese discurrir pesadamente. Conduje unos cinco kilómetros con Luis supervisándome.

—Sale pues, mi Julius, ya le sabes, no rebases, vete por carril derecho y baja un poco la velocidad. Voy para atrás a drogarme con Mickey para ver si me aliviano —Me dijo Luis soltando una sardónica carcajada—

Luis sacó de su bolsillo trasero una bolsa de plástico con la estimulante sustancia; trozos de piedra azulada semitransparente contenían el elíxir químico que paliaría el evidente estado de Delirium Tremens que les doblegaba. El agónico síndrome de abstinencia yo lo conocía bien, no por química artificial, sino más bien por la maldita química natural que desprende nuestro organismo biológico al sucumbir ante el éxtasis de aquél sentimiento egoísta al que los seres humanos denominamos patéticamente con el pomposo y pretencioso nombre de amor. Yo había estado enamorado de todas ellas, pero sólo había amado a una, y, al final de cuentas, toda esa cursilería me había costado bastante; había olvidado el primer mandamiento, lo más básico, la esencia misma: debes amarte primero a ti mismo antes que a cualquier otra persona. Y allí iba yo en medio de aquel árido desierto, montado sobre veinte toneladas de acero con dos hoscos sujetos a mis espaldas inhalando vapor de vidrios fundidos de metanfetamina. Me vinieron a la mente las palabras de mi madre: —“La vida da muchas vueltas, hijo”— y ahí iba yo en camino a mi árido pueblo a disolver la mitad de lo que había sido la mía; después de trece largos años, no había marcha atrás, todo me había llevado a ese caótico punto en el espacio tiempo dónde no había retorno alguno. La incertidumbre me consumía.

—¡Eh, Luis! ¿Estás bien? —Grité—

—Se quedó dormido, ni con el cristal se pudo alivianar, lleva ya mucho tiempo sin descansar —Me contestó Mickey—

Mickey se pasó para adelante al asiento del copiloto, sacó de la guantera una bolsa de papas fritas que había dejado ahí ayer, comenzó a engullirlas a bocanadas, sacó del frigo bar una cerveza y justo tan sólo después de un largo rato me dijo:

—Ya me dijo Luis a lo que vas al pueblo y, bueno, sólo quiero decirte que no hagas caso de las opiniones de la gente, sabrá que enfermad tenemos que nos gusta opinar inquisitivamente sobre los demás. Luego, quien sabe cuál es la sustancial sustancia que nos impulsa impetuosamente hacia la pomposa apariencia; adoramos exhibirnos superiores a cualquier semejante a la primera oportunidad, pero, la verdad de todo es que cuando el sol cae y la noche alumbra con la más negruzca oscuridad, ahí cuando estamos solos, recostados en nuestra cama y tenemos la oportunidad de conversar sinceramente con nosotros mismos, ahí y sólo ahí es cuando nos damos cuenta que en realidad nos consume el doloroso cáncer del vacío y la más profunda insatisfacción. Sólo busca tu camino, mi Julius, ignora a los demás, a final de cuentas, sólo estamos de paso por aquí un rato, ya luego no hay algo más —Me dijo Mickey—

—Está bien, Mickey. —Le contesté—.

Manejé alrededor de una hora conversando con Mickey sobre otros profundos secretos del universo y la existencia y que realmente no vale la pena mencionar en este ni en ningún otro momento. Conduje desde un pueblo al sur de Chihuahua llamado La Cuadra hasta otro pueblo más grande llamado Jiménez.  Era el pueblo natal de Luis. El aire seco y los típicos perfumes de su terruño le despertaron inmediatamente de su pesado letargo.

—¿Qué pasó mi Julius? ¿Por dónde vamos? —Me preguntó con aires somnolientos—.

—Venimos llegando a tu pueblo —Le contesté—.

—¡Lo hiciste bien! —Me contestó orgulloso—.

—Párate aquí en el entronque de la gasolinera que esta adelante para manejar yo. Voy a llegar a la casa a comer algo y a echarle un palo a mi vieja, tiene como quince días que no la miro —Me dijo—.

—Está bien —Le contesté—.

Y Así le hice. Luis tomo el volante, manejo por algunas calles pequeñas que él sólo conocía y llegamos a su casa, estacionó el tráiler y nos dijo:

—Hay vengo en media hora.

Se bajó del tráiler, realizó sus necesidades y llegó puntualmente al cabo de una hora, subió al tráiler, lo encendió, presionó el botón del aire presurizado. Nos pusimos en marcha de nuevo.