CRÓNICAS DE VIAJE EN TRÁILER POR CARRETERA
Segundo viaje
III
El camarote del tráiler era una especie de cámara aislada que permitía escuchar los pensamientos con claridad máxima. El espacio había funcionado algunas veces como la puerta a la conciencia plena y otras como la entrada inmediata hacia el placer. Manchas raras adornaban el zarape mugroso sobre el cual los pensamientos prevalecían, era como si una clase de nirvana se apoderase de la mente de todo aquel que descansase sobre aquel hediondo colchón. Así, me pregunté: ¿Cuál es la sustancial motivación de las egoístas decisiones que toma cada individuo dentro de esta mole de primates que conforman la denominada especie humana? Malgastaba el tiempo tratando de comprender el egocéntrico accionar de todos aquellos a quien mi conciencia percibía como inmediatos. Más, sin embargo, ¿no tiene el universo mismo un final caótico y una muerte inminente? Entonces, nada importa. He aquí la verdad suprema y el secreto máximo de todas las cosas: la existencia sin motivo de todo en general; a final de cuentas, el sentido de la vida consiste en encontrar el camino que a cada quien más le acomode: nadie tiene la verdad total, nadie está equivocado, después de todo, todos tienen razón. Ahí estaba yo recostado en un colchón mugriento y pestilente, revotando de un lado a otro debido al frenesí de aquel turbulento camión. Transitábamos en medio de la nada; hectáreas y hectáreas de nocturno desierto abrazaban los hierros de nuestro solitario ómnibus. Era la zona del silencio; una región del norte de México comprendida entre los estados de Chihuahua, Durango y Coahuila. Yo ya había atravesado aquella extraña porción de tierra durante las horas del día donde había iluminación diurna; más, sin embargo, yo nunca la había atravesado de noche. Entonces, el asunto era totalmente diferente. Miraba por la pequeña ventana del camarote hacia el cielo y el espectáculo era magnífico: El cielo nocturno evocaba las titilantes y coloridas luces de aquello que los iluminados intelectuales llaman vía láctea; no existe en aquél lugar barrera lumínica que perturbe la visión de aquel excelso espectáculo nocturno al que muy pocos individuos pueden acceder. En el horizonte, los negruzcos cerros de formas irregulares complementaban el extraño paisaje; a pesar de la carencia de luz, ellos resaltan siniestramente como intimidantes masas negras que destacan, inclusive, a través de la profunda oscuridad. Yo siempre denominé a aquella extraña región como el cabalístico mar de tierra; toda una rara región de infinitos llanos secos en donde los máximos delirios humanos parecen adquirir forma tangible, inclusive, hasta para la más lógica percepción.
—Ya quiero llegar con aquella Shurpia —nos dijo Luis a Mickey y a mí—.
—Estás que te quemas. Aquí traigo una botellita de perfume Lacoste, échate un poco para que huelas bien cuando llegues con ella —Le dije a Luis desde el camarote—.
—Presta, pues —Me dijo Luis, mientras me arrebataba con violencia la botella de perfume de mi mano extendida— Luis se roció con unas diez atomizaciones por todo el cuerpo.
—¡Ora güey! Te lo vas a terminar —le dije a Luis quitándole el frasco con la esencia—
Unas dos horas atrás habíamos aparcado en algún recóndito paradero en Zacatecas por la cuestión prioritaria de que Luis necesitaba una ducha urgentemente; llevaba más de cuarenta y ocho horas sin dormir y sin aseo personal y la cuestión del encuentro con aquella mujer parecía ocupar una prominente prioridad en sus pensamientos, así que, al menos, la necesidad sexual le mantenía alerta; después de todo, el instinto de reproducción vencía a la necesidad de descanso ofreciéndonos a Mickey y a mí una oportunidad cabal de seguir conservando nuestras existencias frente a la continua posibilidad de algún accidente vehicular. Conducimos alrededor de unos cien kilómetros atravesando el desierto, en medio de la nada total, circulando por una solitaria carretera que parecía que ni el más aventurero individuo se atrevería a transitar. Después de un tiempo, pasamos por un pueblo en alguna zona de Durango llamado Bermejillo; eran alrededor de las 2:00 de la mañana y yo me encontraba entre dormido y despierto, meditando sobre las cuestiones más insignificantes del existir humano.
—¡Hey! Despierta, llegamos —Me dijo Luis— mientras estacionaba el tráiler en una zona terregosa sin ningún signo de existencia consciente.
A unos cincuenta metros de distancia sólo se encontraba una gasolinera fuera de funcionamiento y una tienda de autoservicios; yo no terminaba de entender cómo era que existiese un lugar así en medio del llano absoluto. Aparcamos, entonces enseguida tocaron la puerta del copiloto; ello despertó enormemente mi interés.
—Abre la puerta, Mickey —Dijo Luis—
Mickey abrió la puerta; enseguida pude visualizar la silueta de una mujer de buena figura, de cabello corto y recogido. Ella, enfundada en un pequeño vestido negro y de lo más ceñido a su cuerpo. Era Sandra, la mujer prestadora de servicios a los cuales Luis acostumbraba a acudir por aquellos solitarios rumbos. Sandra subió al tráiler, un aroma fuerte a perfume barato, pero hipnotizante atrapó completamente la cámara del tráiler.
—¿Qué pasó muchachos, vienen cansados por el viaje? ¿ya cenaron? ¿Vienen bien? No se preocupen, aqui yo los relajo; también puedo traerles algo de la tienda para que coman —Nos dijo Sandra—
Mickey y yo no supimos qué decir. A pesar de ejercer el oficio más antiguo de la tierra, Sandra irradiaba bondad y compasión genuinas y todo ello lo mostraba a través de un marcado interés por nosotros, un par de individuos cansados y mal olientes. Así, ella era la dama nocturna que ocupaba el papel momentáneo de mujer amorosa preocupada verdaderamente por el bienestar de un hombre común. Después de todo, ella era una buena chica, solo era el caótico infortunio el que había hecho que ella dirigiera sus pasos hacia tan destacada profesión.
—Entonces, ¿Te vas a animar por el trío?
—Sandra, tu y yo —Le dijo Luis a Mickey—
—No Luis, no me siento bien, Mejor me voy a tomar algo para cenar al Oxxo de aquí enseguida.
—Para eso me gustabas, ¿No habías estado fanfarroneando desde Zacatecas que tenías ganas? —le dijo Luis a Mickey—
—Y tú, ¿Julius? —Me pregunto Luis
—No, paso, —Le contesté a Luis, anonadado totalmente desde la previa respuesta de Mickey—
Yo era un hombre prudente, así es que nunca me agradaron los volados 50-50 y mucho menos en este tipo de circunstancias. Sin embargo, yo seguía estupefacto ante la respuesta de Mickey. El sujeto más osco y peligroso a simple vista estaba rechazando la invitación al placer y la satisfacción inmediata.
—¡Bájense pues!, denme chance —Nos gritó Luis—
Mickey y yo bajamos del tráiler, mientras éramos inundados por la mirada bondadosa y preocupada de Sandra. Mickey y yo caminamos hasta la tienda de autoservicios sin decirnos nada. Volteé la mirada hacia el tráiler, pude apreciar como Luis corría la cortina corrediza que marcaba la entrada al camarote. Mickey y yo comimos tras unas doce horas sin probar alimento alguno. Entonces, tras minutos sin cruzar palabra, Mickey decidió romper el silencio; no dijo mucho, pero dijo todo:
—Julius, tengo una esposa y dos hijas. Las amo —Me dijo Mickey—
No supe qué decirle. Mickey, el sujeto más intimidante que había conocido, el tipo más desagradable en apariencia al que yo había visto jamás, no parecía ser, a final de cuentas, el sujeto despiadado y peligroso que aparentaba. Después de todo, él, al igual que Sandra, era una víctima más de las funestas circunstancias a las que muchos individuos comunes quedamos sometidos por las misteriosas y catastróficas fauces del destino. Mickey se había ganado mi amistad.
Después de media hora, Luis me llamó al teléfono.
—Julius, ya vénganse, ya terminé.
Mickey y yo nos dirigimos al tráiler. Subimos. La cabina apestaba a cristal. Sandra y Luis aún conversaban en la cama del camarote, satisfechos ambos. Finalmente, después de algunos susurros entre ellos, Sandra bajó drogada, era su paga: una dosis de maldito cristal para aguantar el resto de la madrugada con otros sujetos desconocidos. Luis, por su parte, satisfecho y de ojos vidriosos se despidió de ella con un beso en la mejilla.
—¡Cuídense mucho, muchachos! ¡Buen viaje! —Nos dijo Sandra.—
—¿Cómo ven a Sandra? —Nos preguntó Luis—
Ni Mickey ni yo contestamos; estábamos cansados. Yo, por mi parte, no volví a recostarme en la cama del camarote, en su lugar me acomodé en el piso de la cabina durante el resto del viaje.
Luis golpeó el botón de aire presurizado. Nos pusimos en marcha de nuevo.