CRÓNICAS DE VIAJE EN TRÁILER POR CARRETERA
Segundo viaje
I
Me dirigía en un taxi hacia la periferia de la ciudad; una de las zonas industriales en donde aparcan tráileres de carga provenientes de todo el país. La zona es de las más peligrosas de la urbe. Individuos pequeños, malolientes, mugrosos, pero, sobre todo, peligrosos, acostumbran a atracar los transportes de carga durante la noche, sin importar si inclusive privan de la vida a cualquier conductor que se resista. Eran alrededor de las siete de la tarde de un verano caluroso, por lo que el crepúsculo de la tarde embellecía la silueta de la ciudad; las luces de los rascacielos circundantes comenzaban a encenderse haciendo juego con los tonos violáceos y azules del cielo nocturno que poco a poco se imponía ante el sol que se ocultaba detrás de aquél enorme volcán. Poco a poco íbamos saliendo del área ostentosa del caos urbano para irnos sumergiendo en un lugar circundado por colonias populares infestadas de marginación; aún más lejos estaban esas grandes ensambladoras que daban empleo a todos esos desgraciados habitantes de aquellas singulares viviendas, muchas de ellas de lámina y cartón. Iba a resolver uno de los asuntos más importantes de mi vida y las ideas en mi cabeza no estaban del todo claras, algo que no es usual en un individuo como yo, un aburrido amante del orden y lo rutinario de las cosas. Me esperaban alrededor de mil quinientos kilómetros de carretera hacia aquel lugar de clima inhóspito del que algún tiempo atrás había salido huyendo.
Mi buen amigo me esperaba ya con la carga hecha y listo para partir. Finalmente llegamos al punto de encuentro: una porción de carretera federal plagada de industrias armadoras a los costados, el lugar estaba abarrotado de tráileres por doquier. Eran alrededor de las ocho de la noche y el cielo ya había oscurecido totalmente. El conductor del taxi se notaba nervioso, sudaba; era un pobre desgraciado que la necesidad le había hecho tomar un viaje de un desconocido hacia el punto más inseguro de la ciudad.
—Llegamos, el punto está cruzando la carretera, pero el retorno está hasta dos kilómetros adelante —Me dijo—
No le respondí, estaba pensando en si debería de bajarme ahí o hacer que me dejara justo enfrente de mi destino. Lo miré a los ojos por el reflejo del retrovisor; el sujeto, de unos cincuenta y pico estaba sudando y claramente nervioso.
—Cobarde —Pensé—
Cualquier hombre debería estar dispuesto a hacerle frente a los miedos que le agobian, a final de cuentas, el destino de cualquiera siempre es el mismo; entonces, ¿Cuál es el mérito que tiene aquel que no se arriesga?
—Bajo aquí, no se preocupe.
Baje del carro, pero él no lo hizo. Me abrió la cajuela y saqué mis cosas. Apenas cerré la puerta y el sujeto salió disparado levantando una nube de polvo. Miré a ambos lados, esperé que pasaran dos o tres tráileres y crucé la carretera con mi maleta. No me hacía falta el dinero, pero tampoco me sobraba. Sin embargo, me resultaba mucho más interesante viajar de esta forma que subir a un avión lleno de pretenciosos pasajeros intentando demostrar a medio mundo su buena distinción en la jerarquía social. Por algún mecanismo misterioso, la carretera te hace sabio y además yo necesitaba tiempo para meditar en la fuerte decisión que estaba por tomar.
Le llame por teléfono a Luis
—Bueno —Contestó—
—Ya llegué
—Traigo nuevo tráiler, es un Kenworth rojo con el nombre del patrón en los costados, traigo caja blanca, voy a prender las intermitentes para que me ubiques
Se encendieron las intermitentes de un tráiler rojo como a unos doscientos metros y entre el enjambre de bólidos le distinguí, me acerqué y el cofre del camión estaba levantado; trepado estaba un sujeto correoso, prieto, como de un metro noventa, tatuado completamente de los brazos y piernas, me miró fijamente y yo a él, era intimidante.
De adentro de la cabina salió un grito
—¿Qué pasó mi Julius? Ya pasaron seis meses, ¿Cómo estás?
—Todo bien, mi Luis, ¿Ahora traficas con Maras Salvatruchas? —Le pregunté, señalando al sujeto del cofre—
Se soltó riendo, y me dijo:
—Se me pasó decirte que traigo chalán, es el Mickey, se vino desde el pueblo conmigo, pero, de todas formas, no te preocupes, hay suficiente espacio en la cabina para todos.
Mickey se acercó a nosotros, mientras yo hablaba con Luis, Mickey me estudiaba, la desconfianza y mi aspecto diferente quizá le hacía pensar que yo era un policía o algo por el estilo. Mickey me escuchaba y observaba fijamente, así como lo hizo Luis la primera vez que viajé con él. Me dieron ganas de decirle: ¿Qué estás mirando, idiota? Pero me contuve, después de todo, el viaje iba a ser largo y era mejor llevar el asunto en paz.
—Voy a la tienda de la Gasolinera a comprar una botella de agua y algo de comer —Le dije a Luis—
—Está bien, Julius. Tráeme también una Coca-Cola y unos Marlboro rojos cortos de a veinte. —Me extendió la mano con un billete—
—No te preocupes, yo invito. —Le dije—
Fui a la tienda de autoservicios de a un costado de la gasolinera, compré una botella de agua, dos sándwiches y el encargo de Luis. Regresé, subí a la cabina y el estéreo estaba encendido a todo volumen entonado con música de narco corridos. Luis y Mickey estaban atrás en el camarote drogándose. La cabina del tráiler estaba repleta de humo de esa droga, la más adictiva de todas, de esa mierda que le llaman cristal y que muchos jornaleros usan para durar despiertos y alerta durante muchas horas.
—¿Te molesta si le bajo a los vidrios del tráiler? —Le dije a Luis—
—No Julius, solamente fíjate que no vaya a haber un chota cerca, échanos aguas —me dijo Luis—
Bajé los vidrios, y abrí el paquete de cigarros, saqué uno y lo encendí; lo fumé para disipar un poco el aroma a cristal de la cabina del tráiler. Finalmente salió Luis de la cabina como si hubiese dormido unas diez horas continuas, renovado, fresco. Mickey se quedó recostado en la cama del camarote revisando su teléfono celular. Luis se sentó en el asiento del piloto, le dio un golpe al botón del aire presurizado y puso el camión en marcha; debía llevar alrededor de unas veinte toneladas de peso en piezas automotrices y disponía alrededor de unas treinta y seis horas para ir desde el centro hasta el norte del país.
—Vámonos, pues —Me dijo—
El viaje había comenzado.